Todo había empezado con aquel beso. Gideon de Villiers me había besado a mí:
Gwendolyn Sheperd. Naturalmente, debería haberme preguntado por qué se le habría ocurrido aquella idea de una forma tan repentina y en unas circunstancias tan extrañas, escondidos en un confesionario y todavía sin aliento tras una persecución de película por medio Londres.
Pero el hecho era que en aquel momento yo no pensaba absolutamente en nada, aparte quizá de que no quería que el beso acabara nunca. Por eso tampoco fui del todo consciente del tirón que sentí en el vientre ni me di cuenta de que entre tanto habíamos vuelto a saltar en el tiempo.