Mis novelas parten de una idea, de algún tipo de juego intelectual, de algo que me parece prometedor y desafiante, admitió César Aira alguna vez. Ideas que, como es sabido, a menudo lindan con el disparate o lo inaudito. Entre lo bueno y lo nuevo, mil veces lo nuevo, es uno de sus lemas. No sorprende, así, que su obra celebre la invención y eche mano, como punto de partida, a casos o incidentes singulares, a veces nimios, otras veces decididamente inverosímiles.
Bastan las primeras páginas de Varamo para entender de qué se trata este caso en particular: en 1923 un funcionario oscuro y casi kafkiano escribe en diez o doce horas un poema; el hecho es una prodigiosa burbuja en su biografía porque nunca antes había escrito ni se le había ocurrido un solo verso y tampoco ocurrirá después. El poema en cuestión es la obra maestra de la poesía moderna centroamericana: El Canto del Niño Virgen.
En un gesto muy digno de Aira, Varamo no corrige ni retoca su poema, que se publica en forma de libro días después. Lo que sigue es el despliegue: el estudio de los hechos ocurridos desde el momento en que Varamo cobró su menudo sueldo, embolsó los billetes y notó que estos eran falsos hasta el momento en que puso punto final a su célebre poema. En otras palabras: ¿qué relación puede haber entre un par de billetes falsos y una obra maestra literaria?
Entre mentira y verdad, la acción de Varamo transcurre en un Panamá-fantasma. Emulando a Alfred Jarry, podría argüirse que Varamo se sitúa en Panamá, o sea en Ninguna Parte. O decirse Todas Partes, con esa especie de universalidad que hay en todo fabulista y que, según se advierte aquí, también puede resultar más que propicia para un antifabulista irónico.
Eduardo Berti