En los alrededores de París, el internado de Valvert, conocido como el castillo, acoge a muchachos que son «hijos del azar y de ninguna parte», más o menos abandonados por sus progenitores ricos, arruinados, inestables, cosmopolitas o turbios. Allí, entre partidos de hockey y sesiones de cine que incluyen El hombre vestido de blanco y Pasaporte para Pimlico con un proyector manejado por el joven protagonista, se forjan amistades que el tiempo inevitablemente diluirá.
Muchos años después, ese joven que manejaba el proyector se ha convertido en actor y sigue pensando en los alumnos y profesores del castillo. La memoria se reactivará con algunos encuentros azarosos, como la cena con un viejo profesor en una ciudad de provincias después de una función teatral, el cruce fortuito con un viejo amigo en el Rally Club de París, con otro en el paseo marítimo de una ciudad de vacaciones en la costa atlántica...
Pero los recuerdos del internado también incluyen las historias de antiguos alumnos que le contaron al protagonista, como la de aquel al que apodaban Johnny porque se parecía a Johnny Weissmüller y que en el París ocupado mantenía una relación clandestina con una mujer quince años mayor que él mientras se escondía por su condición de judío.
Éste es sólo uno de los muchos personajes fugaces, de las presencias casi fantasmales como aquella actriz a la que llamaban «la condesa» y su hija Joya que pueblan esta prodigiosa novela sobre la memoria y el paso del tiempo, sobre los esplendores y miserias del pasado, sobre los destinos de aquellos «buenos chicos» que coincidieron en un internado.