Una combinación de circunstancias determinó que, en 1830, la princesa Alejandrina Victoria fuese reconocida heredera al trono de Inglaterra. Coronada reina a los dieciocho años, la Rosa de Inglaterra personificaba la pureza y la inocencia, pero demostró que era una gobernante firme y resuelta, capaz de manejar la política británica con temple de acero.
Esposa y madre abnegada, la propia Victoria reconoció que su popularidad se debía, en gran parte, al modelo de doméstica virtud que ofreció a una nació ávida de ejemplos. La reina fue el símbolo de una era, la del triunfo de la clase media, pero nunca profesó demasiada simpatía por las reformas liberales ni dejó de ser una genuina aristócrata.
Desde la niñez hasta su ascenso al trono, pasando por el matrimonio con su idolatrado Alberto, su temprana viudez o la especialísima relación con los distintos primeros ministros, Lytton Strachey, con un estilo minucioso y entretenido, traza al mismo tiempo el retrato de la reina y de toda una era que debe su nombre a esa mujer pequeña y dominante, que pasó los últimos cuarenta años de su vida vestida de luto: Victoria I, reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y emperatriz de la India.