Qué no se ha dicho, escrito, cantado sobre esta mujer que fue alternativamente criticada, adulada, abrumada, enaltecida, y de quien la leyenda no ha conservado hasta nuestros días más que la imagen encantadora y grácil de una mujer-niña.
Seductora, por cierto, Josefina lo fue debido a su soberana soltura, su elegancia y su extremado refinamiento, pero cuán superior se revela la que se transformó en emperatriz por gracia de Napoleón Bonaparte, esa dama sin la cual el emperador no habría sido lo que fue. He aquí, por fin, en la pluma de Bernard Chevallier, un análisis objetivo de esta cautivante personalidad, a quien la historia, largo tiempo ciega, aún no le había hecho justicia.
Una vez pasados los años revolucionarios, lo que nos ha quedado de su correspondencia y el testimonio de sus allegados más fieles revelan no sólo a una esposa profundamente apegada al emperador, madre y abuela atenta, sino también a una mujer de buen corazón, compasiva, siempre bien dispuesta para con sus amigos y los que recurrían a ella. Un espíritu distinguido, abierto a las artes y la cultura, famoso por su afición a la botánica, cuya ciencia ella contribuyó a difundir en Francia con discernimiento y autoridad.
Una mujer de mente perspicaz y lúcida que enfrentó con igual dignidad los mayores honores y las pruebas más crueles. ¡Una gran dama, en verdad!