Dos décadas después de haber dejado el pueblo donde nació, la narradora vuelve a la Patagonia siguiendo un recorrido intuitivo e íntimo de horas infinitas. Se detiene en parajes olvidados, se disputa las calles polvorientas con perros semisalvajes, se sienta a conversar con personas que han perdido una cantidad de cosas entre las cuales destaca la cordura. Aun así, encuentra destellos de felicidad absoluta, como la que la asalta cuando la risa de una ronda de niñas la protege de los teros que venían amenazándola desde las alturas durante una de sus tantas caminatas en solitario. En las antípodas de las postales estetizantes, Falsa calma es una narrativa de regreso que puede leerse como una sucesión de retratos y es también una lúcida indagación en las causas políticas de lo fantasmagórico.