Corre el año 1828 y un extranjero asola las mesas de juego de la incipiente Buenos Aires. Nadie en los bajos fondos -pero tampoco en la alta sociedad- desconoce a Gabriel Hawthorne, llegado de Inglaterra hace algunos años, parte de una familia acaudalada que posee tierras en la joven nación del Plata.
Pese a la fama que lo precede, pese a que muy pocos resisten la tentación de evitar una partida de naipes con él, pese a la alegre compañía de truhanes y prostitutas, de caballeros y damas en fiestas de sociedad, Gabriel vuelve a su casa solo, rodeado de bruma; una niebla que lo acosa y lo persigue, que le recuerda que todo lo que tiene puede derrumbarse como un castillo de naipes.
El azar cambia sin explicaciones. En una mano, gana una finca en la provincia de Corrientes y, harto de todo, decide probar suerte en las tierras de las que ahora es dueño. Allí, encontrará la propiedad habitada por Emilia Balmaceda y sus tres hermanos; sobrinos del hombre a quien le ganó las tierras.
Entonces, comenzará otra partida: una en la que la habilidad con los naipes no servirá de ayuda; una en la que ambos deberán apostar a todo o nada para transformar ese lugar en un refugio que los contenga a todos.