Ciro entró en la casa y la recorrió sintiendo bajo los pies descalzos la rugosidad de los ladrillos frescos. Se sentó en un rincón y permaneció ahí, la vista fija en un rectángulo de claridad que se dibujaba sobre el piso. Como cuando era más chico, esperó sorprender el movimiento de la luz al desplazarse.
Después se paró frente a un espejo, se echó hacia atrás el pelo revuelto que le cubría la frente y se quedó un rato estudiándose el cuerpo flaco y pálido. Fue su despedida.
Buscó un bolso y metió un pulóver, una campera, una camisa, un mapa de la ciudad de Buenos Aires y una pequeña libreta de tapas negras, del tamaño de un paquete de cigarrillos. En la libreta acostumbraba registrar los acontecimientos importantes de su vida. Lo último había sido la aparición de Bea en el pueblo, un mes antes.