El maestro sufi contaba siempre una parábola al finalizar cada clase, pero los
alumnos no siempre entendían el sentido de la misma...
-Maestro -lo encaró uno de ellos una tarde-, tú nos cuentas los cuentos pero
no nos explicas su significado...
-Pido perdón por eso -se disculpó el maestro-. Permíteme que en señal de
reparación te convide con un rico durazno.
-Gracias, maestro -respondió halagado el discípulo.
-Quisiera, para agasajarte, pelarte el durazno yo mismo. ¿Me permites?
¿Sí, muchas gracias -dijo el alumno.
-¿Te gustaría que, ya que tengo en mi mano el cuchillo, te lo corte en trozos
para que te sea más cómodo?
-Me encantaría... pero no quisiera abusar de su hospitalidad, maestro...
-No es un abuso si yo te lo ofrezco. Sólo deseo complacerte... Permíteme
también que lo mastique antes de dártelo.
-No, maestro, ¡no me gustaría que hiciera eso! -se quejó sorprendido el
discípulo.
El maestro hizo una pausa y dijo:
-Si yo les explicara el sentido de cada cuento... sería como darles de comer
una fruta masticada.