El hombre que aquí se nos revela no es, propiamente hablando, ni el hombre que vieron sus adversarios, ni el que han creído ver muchos de sus seguidores. Su visión de las cosas no es nunca convencional. 1945. La última primavera. Densas nubes de polvo gris se arrastran sobre el patio de la Cancillería. Cerca, la artillería soviética lanza sus bramidos como un monstruoso animal apresado que se agarra desesperadamente a la tierra. El viento de fines de abril no trae el sabor húmedo, gozoso y excitante de la primavera; trae un olor acre a tierra y humo. Un instante de calma.
Por una pequeña puerta rectangular asoma al exterior una figura delgada, uniforma: entre las solapas alzadas como para protegerse del frío del invierno, y la visera negra, emergen la nariz pálida y larga y el decaído bigotito oscuro. Los ojos no se ven. Alrededor, todo son cascotes, piedras rotas, trozos de mármol y cemento. El polvo se va depositando sobre un paisaje atormentado, como el lento descender de una música que concluye. De pronto la artillería brama de nuevo, y la figura uniformada se estremece. ¡Extraño privilegio! Product Details