Siempre me he preguntado por qué el amor y la sangre son del mismo color. Ahora ya lo sé. Entre mensajes de móvil, deberes, pósters, canciones, partidos, motos, miradas y sonrisas se encuentra Leo, un joven inmerso en el torbellino de la adolescencia. Una etapa de profesores insoportables, padres que no entienden nada, apuestas con compañeros de instituto, victorias memorables y derrotas imposibles, amigos inseparables y amigas como hermanas, cartas por leer, mensajes por enviar y amores que no se olvidarán jamás. Un universo en clave en el que irrumpe un nuevo profesor, un verdadero soñador, que pone a prueba a sus alumnos y los obliga a plantearse preguntas acerca de la vida y de sus propios sueños. Unas cuestiones que a Leo le cuesta responder, pero que le acercan poco a poco al incomprensible y lejano mundo de los adultos.
Además, Leo tiene un enemigo al que teme: el color blanco. Porque para Leo todas las emociones tienen un color, y el banco es la ausencia, la soledad y la pérdida. El azul es el color de la amistad y el de los ojos de Silvia, su mejor amiga: leal, serena y su apoyo constante. El rojo, en cambio, es el color del amor, de la pasión, de la sangre; rojo es el color de los cabellos de Beatrice. Porque Leo ahora ya tiene un sueño, y se llama Beatrice, aunque ella todavía no lo sabe.
Cuando Leo descubre que Beatrice está enferma y que su enfermedad está relacionada con ese blanco que tanto le asusta, deberá buscar dentro de sí mismo, sangrar y renacer para entender que los sueños no tienen fin y que siempre hay que encontrar el coraje para creer en algo más grande.
Una novela valiente que, a través del monólogo de Leo -a veces despreocupado y brillante, a veces más íntimo y afligido- cuenta lo que sucede en la vida de un adolescente cuando irrumpen la incomprensión y el sufrimiento.